En las paredes de la sinagoga Pinkas, la segunda más antigua del barrio judío de Praga, están escritos, en orden alfabético según las comunidades y familias, los nombres de los ochenta mil judíos checos y moravos víctimas del genocidio nazi. Sus muros robustos y centenarios exhalan muerte y sufrimiento. A miles de kilómetros de distancia, y quién sabe si espoleadas por un dolor de siglos en el que no ha calado la compasión, unas fortalezas metálicas, indiferentes al castigo que infligen, llevan la miseria y la humillación a los cientos de palestinos que deben atravesarlas cada día para acudir a sus trabajos, a sus casas o al hospital.
Vivir en Palestina se ha convertido en una suerte de galimatías lingüístico. En clara muestra de la correlación de fuerzas, el diccionario se retuerce hasta vaciar de su contenido original cada término relacionado con el conflicto. La palabra transitorio se aferra a la realidad con la fuerza de lo perdurable, y así, a las puertas de la iglesia del Santo Sepulcro –el quién da más de los santos lugares-, unas jaulas de metal que sólo el atrevimiento llamaría casas han invadido los tejados de las viviendas del barrio musulmán de Jerusalén y luchan por adueñarse del sector oriental de la ciudad en un claro desafío al censo, que va decantándose peligrosamente del lado palestino; los colonos de Cisjordania se han convertido en ciudadanos de primera de un territorio doblemente expoliado; los campos de refugiados palestinos, a fuerza de años de humillación y olvido, han devenido en paupérrimos remedos de ciudades que confinan a sus habitantes; ese bocado perpetrado contra territorio palestino que ha partido en dos vidas y propiedades se llama “muro de seguridad”; Hebrón 2 no es la segunda fase de una ciudad residencial, sino una herida abierta que sangra por causa de cuatrocientos colonos protegidos por cinco mil soldados que se parapetan en dieciocho puestos de control. Muchos preguntan con sarcasmo por el significado de la expresión Estado palestino, y las tres primeras letras del alfabeto son la triste nomenclatura que recuerda a la Autoridad Nacional Palestina que tiene racionado el gobierno de sus propias ciudades. Hablar de números tampoco sale a cuenta: hay más de 600 puestos de control diseminados por todo el territorio palestino; son 260 mil los colonos asentados en los territorios ocupados; más de 12 mil los presos políticos llamados “de seguridad” y 800 los presos “administrativos” que desconocen las razones de su encarcelamiento. La espiral de muerte no se detiene, y en 2008 ya se ha cobrado 46 palestinos por cada muerto israelí. Ser palestino consiste en sobrevivir cada día a esta burla siniestra de nombres y números.
¿Es posible creer en una paz justa y digna a la vista de esta situación? Israel y Palestina no son destino para el que padezca inestabilidad emocional. Conocer a su gente y convivir con la dureza de sus condiciones de vida es lo más parecido a un viaje en la montaña rusa. El Estado israelí domina el arte de dosificar su capacidad de presión y represión hasta el límite de la asfixia, pero se asegura de no cerrar la espita por completo en una clara muestra de abuso de poder que impide olvidar al ciudadano palestino quién manda y marca la pauta en este enfrentamiento. Amy Avalon, miembro del partido laborista, sugiere que la solución al conflicto pasa por cuadrar los términos de una extraña ecuación: “Tendremos seguridad cuando los palestinos tengan esperanza”. Pero ¿qué esperanza cabe a las familias de los muertos, a los expulsados de sus territorios, a los que a diario ven reducidas sus viviendas a escombros? La esperanza renace cuando se visita el Centro Comunitario Árabe Israelí de Jaffa, un lugar que promueve el diálogo y la cooperación entre musulmanes, judíos y cristianos; renace en la labor de Machsomwatch, una organización de mujeres pacifistas israelíes que desafía la política de ocupación de su país vigilando y documentando los atropellos y vejaciones que padecen los palestinos en los puestos de control; renace en la fuerza con que las mujeres de la cooperativa artesanal del campo de refugiados de Kalandia, madres, hijas, esposas y hermanas de presos y combatientes palestinos muertos, defienden su dignidad en medio de la precariedad y el abuso; renace en la acción directa de ICAHD, que se opone y resiste la demolición israelí de viviendas palestinas en los territorios ocupados; renace en las manos de Bat Shalom, una organización feminista israelí de mujeres judías y palestinas que trabajan juntas para alcanzar una resolución justa al conflicto; renace en las voces de la emisora de radio All for peace, lugar de encuentro de las dos comunidades y de difusión de sus culturas. Y, del mismo modo, la esperanza se desvanece cuando se atraviesan carreteras de uso exclusivo de los colonos en el corazón de los territorios ocupados, cuando se aísla a las aldeas palestinas y se las condena a vivir de la caridad europea. No hay paz ni esperanza cuando, junto a la frontera con Gaza, la aldea de Sderot vive protegida por su propio miedo, sin comprender que no hay refugio inexpugnable, que sólo los puentes entre las dos comunidades vecinas fortalecerán su seguridad; no hay paz ni esperanza cuando los interlocutores de ambos lados ni siquiera pueden discutir cara a cara porque la población palestina tiene restringida su libertad de movimientos. En suma, no puede haber esperanza cuando se ha despojado a un pueblo de su condición humana, de su dignidad. Cuarenta años de humillaciones ya no permiten una paz a cualquier precio.
Los que dicen conocer los entresijos del conflicto aseguran que un 70% de ambas comunidades está a favor de la paz, pero que ninguna de las partes cuenta con políticos que se atrevan a dar pasos serios hacia su consecución. El gobierno israelí es rehén de los colonos y de los practicantes ortodoxos; la Autoridad Nacional Palestina lucha contra la excusa que Hammas brinda al gobierno israelí para continuar con su política represiva y es presa de la inercia y la corrupción de sus miembros. Mientras tanto, siguen en discusión la constitución de un auténtico Estado palestino independiente, la doble capitalidad de Jerusalén, la retirada de los colonos de los territorios ocupados, la liberación de los presos palestinos y el regreso de los refugiados. ¿Hay deseo y lugar para una paz justa?
Una vieja leyenda del gueto judío de Praga cuenta que, en el siglo XVI, un famoso rabino, el sabio Yehuda Löw, creó un monstruo de arcilla al que infundió vida introduciéndole en la boca un pergamino con el nombre de Yavé. La criatura, a la que llamó Golem, tenía la misión de defender el gueto de los ataques antisemitas, y sólo descansaba el sabbat, cuando el rabino le quitaba el pergamino. Pero un sabbat, el rabino Löw olvidó retirar la inscripción de la boca del Golem, y el monstruo de arcilla sembró la muerte y la destrucción hasta que su creador le privó definitivamente de la vida arrumbándolo en el desván de la Sinagoga Viejonueva, donde acabó convirtiéndose en polvo. En el siglo XXI, otra criatura, el Estado de Israel, sigue asolando y destruyendo en el nombre de Dios y de sus sufrimientos pasados. ¿Se atreverá alguien a arrebatarle el pergamino de la boca?
Caridad Baena
martes, 2 de septiembre de 2008
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